viernes, 1 de abril de 2011

EL CIEGO Y JESÚS


Leer el Evangelio de Juan, Cap. 9: 1-41.

La escena que nos relata Juan es penosa: dudas artificiosas, discusiones que no acaban, interrogatorios insistentes, críticas, preguntas capciosas, reservas, escrúpulos, controles petulantes.... Una serie de maniobras evasivas para no ver la evidencia, para no ver la luz.
A veces, a nosotros nos pasa algo parecido: nos obstinamos en acumular argumentos para apuntalar de alguna forma nuestras seguridades, para consolidar a cualquier costo (¡aunque hagamos el ridículo!) nuestro propio punto de vista.
Es difícil permitir que se pongan en discusión nuestras ideas, nuestros prejuicios.
A veces hasta las leyes y los reglamentos pueden ser una muralla tras la cual nos resguardamos de la luz «inesperada».
La peor ceguera es la que nos hace ver exclusivamente lo que deseamos ver.
Volviendo al texto del Evangelio, un hecho pequeño frente a una montaña de chismorreos «Sólo sé que yo era ciego y ahora veo».
Ellos tienen el saber, el poder, el lenguaje; manejan con desenvoltura los argumentos doctos. En cambio él no puede apelar a los libros en su favor (¿cómo iba a leerlos si era ciego). Pero posee un hecho, puede apoyarse en una experiencia directa. Se ha encontrado con alguien que, con un procedimiento curioso pero evidentemente eficaz, le ha abierto los ojos.
Los religiosos no saben cómo encuadrarlo en su doctrina, no consiguen que esté de acuerdo con sus teorías, no es ortodoxo, en cambio el que era ciego y ahora ve, permanece sólidamente aferrado a este hecho. Nadie logrará apartarlo de este terreno concreto. No podrán obligarle a que renuncie a su curación, él se encuentra muy bien con su salud recobrada, aunque pareciera que a ellos les gustase que volviera a su ceguera anterior.
Un hecho pequeño opuesto a toda una montaña de discusiones, de sutilezas, de cavilaciones, de chismorreos que no conducen a ninguna parte.
Un modesto saber, fruto de una experiencia personal irrenunciable, que no se pliega ante las amenazas de los incrédulos.
Embrollos, intimidaciones, trampas, burlas, chantaje, desprecio, presiones. Pero él sigue tenazmente aferrado a lo único que sabe. Así debería ser el testimonio del creyente: basado en un encuentro, en un dato experiencial, en un contacto directo con Jesús, quien dijo ser la “luz del mundo”.
Ustedes sigan hablando, sentenciando, debatiendo. Digan lo que quieran. Pero yo veo. Después de ese encuentro mi vida ha cambiado. Ya no soy el que era. He salido transformado.
Cuando te reconocés «ciego de nacimiento», ha llegado el momento de dejarte encontrar por Alguien que te regala la posibilidad de nacer, o sea, literalmente, de abrir los ojos a la luz.
No basta con poseer la vista. Hay que aprender a mirar.
Porque siempre existe el riesgo de ver de forma equivocada, como si fuéramos ciegos incurables, de pasar por alto y despreciar lo que es importante desde la perspectiva de Dios, de promover lo que es inconsistente a sus ojos.
Puede haber acciones buenas, palabras buenas y hasta plegarias que resultan opacas, oscuras, pesadas.
Se tiene incluso la impresión de que algunos cristianos aman, pero con un corazón oscuro y frío.
Sin embargo, un poco de luz podría cambiarlo todo. Una palabra inteligente, un silencio más inteligente todavía, un gesto discreto, una sonrisa cargada de bondad, una mirada serena, para que la vida adquiera claridad.
Es necesario atreverse a «ver claro».
Es necesario, sobre todo, no tener miedo de acercarse a Jesucristo quien dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).