viernes, 28 de mayo de 2010

TAN LEJOS PERO TAN CERCA

Miramos a nuestro alrededor y casi siempre estamos rodeados de gente: personas que caminan por la calle, otros en la fila para hacer un trámite, en el subte o el ómnibus, en el edificio o en el barrio en el que vivimos.
Sin embargo, la enfermedad de este siglo es la soledad. La idea de “comunidad” se ha perdido poco a poco, el “compartir” el tiempo, el espacio, se hace cada vez más difícil y el aislamiento crece.
En la cola del supermercado vemos caras aburridas, esperando su turno. De pronto, suena alguna musiquita extraña –extraña para los que estamos acostumbrados al ring-ring del teléfono– y alguien saca un celular y se produce una transformación: una sonrisa, una voz animada, ¡el ansiado contacto humano! ¡Tan lejos pero tan cerca!
Uno entra a un bar, y se encuentra con decenas de personas, casi tocándose las espaldas, pero tan lejos como si estuvieran en otra galaxia. Unos leen el diario, otros miran al televisor que pasa noticias o deportes, pero la mayoría esta “enchufada” a su celular, y las conversaciones se suceden, se superponen, se pierden, en un espacio que nadie puede definir, porque el lugar es tan virtual como real.
Ese aparatito, del que nadie parece poder prescindir, es un elemento útil para la comunicación, pero también un símbolo de poder. Los hay con radio, conexión a Internet, cámara fotográfica, video, posibilidad de conferencia, etc.
Todos parecen tener un celular, hasta aquellos que se oponían, han sido forzados por sus hijos a, por lo menos, recibir llamadas. Los tienen los niños, que ante el temor por la inseguridad, han convencido a sus padres que es mejor estar “al alcance”. Los tienen los adolescentes, que manejan las miles de posibilidades de esta nueva tecnología, y son más expertos que el manual de instrucciones, y que sólo usan los mensajes porque son más baratos. Los tienen los ejecutivos y las amas de casa, y su llamada (desde un simple silbato hasta la más sofisticada ópera) se escucha en los medios de transporte, en los pasillos, en las salas de espera, hasta en el cine y en el teatro, cuando algún olvidadizo lo deja prendido.
¡Tenemos celulares, estamos comunicados!
¿Por qué entones se lo llama a éste el Siglo de la Incomunicación?
La cercanía virtual es eso, virtual. Uno puede decir, “te mando un beso” pero no puede abrazar a través del celular. Uno puede enviar una foto o mostrarle el encantador escenario que lo rodea, pero la felicidad y la belleza, se comparten estando juntos. La tristeza requiere de un abrazo amigo, aunque las palabras consoladoras sean tan agradables y bienvenidas. Todo parece cercano, pero en realidad, qué lejos estamos unos de otros a veces.
He escuchado las conversaciones más increíbles en estos últimos años: en un colectivo de larga distancia, escuché, sin poder hacer nada para impedirlo, una discusión matrimonial, un hijo peleándose con el padre, un empleado desesperado hablando con su jefe, un ama de casa hastiada de su suerte, en fin, detalles casi íntimos que los celulo-amantes parecen tirarnos el viento, sin pudor, y sin que podamos rechazarlos.
No estoy en contra de la tecnología, me gusta el progreso, trato de adaptarme a los usos y costumbres de este siglo asombroso, pero creo que estamos perdiendo muchas cosas irremplazables: la cercanía, la caricia, la mirada, el tiempo y el espacio. En fin, la celulomanía se ha desatado y nada podemos hacer para frenarla, pero la mayor tontería la escuché hace poco, dígame si no suena ridículo.
“Ay, si Dios tuviera celular, que fácil sería hablar con Él”. Si, no se ría, es cierto, hay quienes desearían reemplazar las oraciones con una linda llamada al celular, y… ¡listo!
(Dora Sipowicz)