La señora Aurelia pertenecía a aquella generación de principios de siglo (debió nacer en el año 1893) a quienes les había sido negada la escuela y que apenas sabían dibujar su firma en papeles que les resultaban del todo ilegibles. De Granada se trajo sus devociones católicas y un "niñojesús" con su canasto, que mantenía con fervor sobre su mesita de luz. El Evangelio llegó a su casa y tocó su corazón y ella lo abrió de par en par; poco a poco, fue dando pasos seguros en el camino de la fe. Cuando a través de la enseñanaza bíblica entendió que a Dios se le adoraba en espíritu y en verdad, arrojó al contenedor de la basura su "niñojesús", sin que fuera necesario que nadie se lo indicara expresamente.
Llevaba un año como creyente fiel, firme en sus creencias, segura en el camino emprendido, cuando un día me dijo: “Pastor, tengo que hacer un viaje muy importante a mi pueblo”. Y no tardó en explicarme el motivo. Tenía que resolver un rencor procedente de la época de la Guerra Civil. Habían pasado ya más de 30 años, pero el Evangelio había removido su conciencia. Una denuncia falsa, un enfrentamiento de familias, un odio reconcentrado y las relaciones rotas con quien, en otro tiempo, había sido vecina y amiga entrañable. Fue al pueblo, enfrentó la vieja enemistad, pidió pedón, resolvió las diferencias y regresó a su casa con la conciencia limpia y el ánimo renovado, dispuesta a seguir poniendo en práctica las lecciones que recibía desde el púlpito, con la misma actitud de obediencia como si de las Tablas de Ley se tratara.
La señora Aurelia hizo suya esa palabra que resume la esencia del Evangelio: perdón. Seis letras en las que se concentra el propósito de la venida de Cristo al mundo; dos sílabas tan solo, que reflejan el amor profundo de Dios hacia la humanidad. Sin esta palabra no podríamos entender el mensaje cristiano; en realidad, todo se reduciría a una mera declaración de buenas intenciones y la obra de Jesús perdería el sentido de trascendencia, de eternidad. Seis letras solamente y su valor supera todos los tesoros del mundo; capaz de restaurar la fe y la vida espiritual; una palabra difícil de entender y mucho más difícil de aplicar.
Pero fijémonos bien en una cosa: la palabra perdón tiene dos dimensiones. Por una parte, está quien tiene que pedir perdón porque ha ofendido a alguien; por otra, aquél a quien habiendo sido ofendido, le es solicitado el perdón. Es cierto que a veces resulta difícil perdonar, pero con frecuencia es aún más difícil pedir perdón. Bueno y necesario es pedir perdón a Dios, pero de nada sirve si antes no se busca y solicita el perdón de aquél o aquellos a quienes hemos ofendido. Pedir perdón no solamente libera la conciencia, sino que ennoblece a quien lo hace. Pero son muchos los que desconocen el valor de esta palabra.
La parábola del “hijo pródigo” y “el padre bueno” nos muestra el valor del arrepentimiento y los efectos del perdón. Porque, efectivamente, el primer paso es mostrar verdadero arrepentimiento y, el segundo, buscar el perdón de la persona ofendida (y, en última instancia, el perdón de Dios). Perdonar es un atributo divino pero es, también, un ejercicio humano. Esa actitud del “padre bueno” de no amonestar sino abrazar, de no castigar sino hacer fiesta al pecador, supera nuestra capacidad de comprensión, aunque a veces podamos captarla en toda su grandeza en conductas como la de la señora Aurelia.
(Pastor Máximo García Ruiz - España)